Mi abuela era una mujer de Minas de Corrales, humilde pero poderosa. Se movía a través de un cuerpecito encorvado por el dolor permanente de unos huesos cansados. Respiraba con dificultad. Acostumbrada al silencio y a la soledad, vivía recluida en su habitación, como auto castigada. No disfrutaba de los días luminosos y desde su cama administraba las cosas de la casa, en ausencia de mi madre, a golpes de espumaderas o cucharones, que rebotaban sonoros en nuestras cabezas, ágiles y escurridizas.
La abuela tenía una mirada fuerte, intensa, incuestionable. Su poder contrastaba con su cuerpo envejecido y cansado, con sus huesos arqueados y vacilantes. Su vitalidad brotaba a golpes, en esos momentos su fuerza era incontralable y la dureza de sus gestos trasmitía un poder inmenso, sobrenatural, pero no malvado…
Cuando se avecinaban tormentas de viento amenazantes, la abuela, sin que nadie le avisara, se levantaba de su lecho y con paso vacilante caminaba hasta el patio de la casa y allí le esperaba el tronco de un árbol, un paraiso también envejecido. Sujetándose a su tallo con el brazo izquierdo, levantaba su encanecida cabeza hacia la tormenta, y con la mano derecha comenzaba un movimiento en forma de cruz, sus labios se movían, como si estuviera hablando con Dios, despacito, bajito, inaudible… La tormenta lentamente comenzaba a partirse literalmente en el cielo, y pasaba sobre nuestras cabezas simplemente en forma de una brisa suave y ya humedecida por las primeras gotas de lluvia.
Por mi modesta casa desfilaban vecinos con sus caras hinchadas por infecciones dentales, que se iban al momento agradecidos y sin dolor, mientras en un vaso con agua flotaban unas brasas apagadas. Niños con mal de ojos, empachos o sueños cambiados. Mujeres con males de amor que se tiraban las cartas, tratando de encontrar una esperanza que cambiara su penas… Personas que buscaban una respuesta, un yuyo o simplemente la resignación.
Pero de todas las cosas que viví con mi abuela, la que más me marcó para toda la vida, fue que pude ser testigo de que con su don y con su energía obró un misterio que transformó a una familia, les devolvió a su pequeño hijo y seguramente hoy día ese niño sea un hombre de casi 50 años, quizás con hijos o con nietos. La medicina, los tratamientos y los médicos ya lo habían desauciado, lo daban por perdido. Los padres desconsalados ya se resignaban por su pérdida. Sin embargo en un momento donde el desconsuelo y el dolor eran totales en esa familia, alguien recomendó llevar ese niño a mi abuela, para que lo viera y emitiera su opinión o intentara curarlo. La decisión no fue fácil, pues los padres eran profesionales de la medicina y habían agotado todos los recursos a su alcance. Por fin el niño termina sobre la humilde cama de mi abuela, envuelto en sus finas ropas, pero dormido, sin vitalidad, casi vencido… Al tercer día ese niño, lloraba, se movía y empezaba a comer…
Hasta el día de su muerte mi abuela contó con un médico en su cabecera, siempre atento y agradecido eternamente con esa viejita cansada y poderosa. Seguramente por pudor profesional o por decisión familiar este niño -ahora hombre- nunca se haya enterado de la existencia de esa vieja de mirada penetrante, de andar vacilante, de cuerpito encorvado, pero con un don especial, capaz de hacer aquellas pequeñas cosas en nombre de su fe y en favor de otras personas.
Dios te bendiga siempre abuela!!!
Julio César Ilha