El pescador es un ser mágico. Paciente, solitario, intuitivo y esperanzado. El pescador que pesca en arroyos y en lagunas puede pasar varias horas en silencio, mirando sus aparejos tendidos sobre el agua mansa, como dedos alargados de blanca tanza. Tensos, alertas y dispuestos, a la espera del pique o de la corrida larga del bagre o del pintado.
El fuego pequeño, la caldera de lata y al fondo, un poco más sobre el barranco; un montón de leña seca, para mantener la lumbre en la noche fría.
La lata con las lombrices, el balde con agua y dentro del él; las mojarras que se mueven silenciosas, a la espera de su destino de carnada… Mientras tanto, en el monte oscurecido aletean los “palomones” y las gallinetas.
El silencio infinito lo cubre todo. Ahora se rompe con el crepitar de las brasas. El olor de la madera encendida es intenso, el blanquillo, el arrayán y como trasfoguero el espinillo.
Desde el agua se escuchan coletazos inquietos. En el aire el humo de la fogata construye barreras voluptuosas, que frenan en seco la amenaza aérea de los mosquitos nocturnos. En el cielo las primeras estrellas se encienden en la bóveda oscura y profunda. En la orilla… ¡¡¡comienza el vuelo raudo de un aparejo atardecido, al instante el lance veloz y certero del pescador que engancha un pintado, que se retuerce y se resiste en desesperado embate!!!. ¡Lucha!, ¡lucha!, pero la orilla con su arena humedecida le abre camino hasta la mano del pescador. Ya no se resiste, ya no se mueve, su dorada figura brilla bajo la luz incierta de la fogata, de las estrellas y de la luna que porfía por abrirse camino entre el monte, el agua y el brazo del pescador.
Dedicado a MARCIANO ROSA y a DANY ROSA CRUZ, pescadores de pura raza.
Julio César Ilha